Según el diccionario de la Real Academia, la definicion de “cultura” es, entre otras acepciones: Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc. o Conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo.
Lógicamente, cabría suponer que la cultura es aquello que distingue y diferencia a los pueblos entre sí, uniéndolos a veces y separándolos casi siempre. Por regla general, la gente se siente orgullosa de su cultura, y hace todo lo posible por transmitirla y compartirla. Para los inmigrantes procedentes de diferentes países del mundo, perder su cultura es la peor de las desgracias dentro del drama que ya les supone abandonar su tierra y su familia. Algunos son reacios a tolerar manifestaciones culturales ajenas, en una postura conocida como etnocentrismo o incluso xenofobia.
Por eso me sorprende tanto que en España el término cultura haya sido devaluado de forma premeditada. “El mundo de la cultura está en crisis”… “La piratería informática amenaza a la industria de la cultura”… Al parecer, la cultura en España es un producto manufacturado y explotado por ciertas empresas e individuos que poseen el monopolio cultural, constituyendo un lobby capaz incluso de obligar al mismísimo presidente del gobierno a reunirse con ellos y a todo un parlamento democrático a legislar en la dirección que marquen sus intereses económicos. ¿Qué ha pasado con la cultura de toda la vida, con esa que nos enseñaron en las escuelas? ¿Acaso ha sucumbido ante el rodillo de la mercadotecnia audiovisual?
Hace mucho tiempo que estaba deseando escribir sobre este tema. Hasta la anterior ministra de cultura -cuya máxima ocupación era mantener contenta a esta gente del “lobby cultural”- afirmaba que la cultura no puede ser gratuita. Esto, dicho en boca de una ministra socialista, me causa una incertidumbre política mayúscula. O sea, ¿la cultura sólo debe estar al alcance de quien pueda pagarla?
No, tranquilos. Que no cunda el pánico. Lo que sucede es que su señoría no se refería a la cultura de verdad. No se refería a la poesía de Quevedo, ni a los cuadros del Greco, ni a la música de Mozart (todo lo cual se encuentra bajo dominio público y es accesible para todos). En realidad, la señora ex-ministra se refería a la obra de personajes como David Bisbal, Ana Belén, Miguel Ríos, etc, que si bien podrían ser considerados como artistas de talento, están a dos millones de años luz de formar parte de la cultura de España. Describiéndolos de forma coloquial, esta gente no son sino juglares, bufones o cómicos venidos a más. La industria audiovisual les ha convertido en millonarios al precio de convertir lo que podría haber llegado a ser una obra artística en un producto comercial, con el matiz de que el producto audiovisual es el único que los ciudadanos pagamos un número ilimitado de veces.
Ni siquiera podemos elegir entre consumir o no consumir este producto, ya que de una u otra forma, vamos a terminar pagando por él, aunque no queramos, y todo ello por culpa del tan cacareado canon digital. Si tienes un teléfono móvil, un ordenador portátil, un reproductor de mp3, probablemente hayas contribuido sin querer a engordar aún más las arcas de estos millonarios. Incluso el sector cinematográfico español tiene la desfachatez de protestar por la descarga de películas por Internet, cuando en realidad el cine español es un producto subvencionado, pagado con el dinero de nuestros propios impuestos, y de tan mala calidad que dudo que nadie pierda el tiempo bajándolo de Internet. Ellos le llaman “cultura”, pero en realidad forman parte de un desastroso negocio cuya única finalidad es seguir chupando del bote de los dineros públicos para seguir rodando bodrios infumables y vivir del cuento indefinidamente.
Hay un controvertido personaje televisivo que definía a la perfección lo que estos autodemonimados “creadores” son en realidad. El publicista Risto Mejide tenía la costumbre de calificar a los concursantes de Operación Triunfo como productos comerciales, y puntuaba sus actuaciones en base a si le parecían buenos o malos productos comerciales. Todo un acierto, ya que en el mundillo de la empresa audiovisual, la habitual fauna musical española no es otra cosa.
Pero no nos equivoquemos. No todos los cantantes son sólo un producto musical. Hay algunos (pocos, realmente) que consiguen trascender a su época y convertirse en mitos culturales. Por poner ejemplos, Antonio Molina es uno de ellos; Concha Piquer es otra; Camarón, por supuesto. Otros, sin embargo, envejecen amarilleando como el mal papel, y nos castigan desde la televisión con sus estirados pellejos y sus voces devaluadas. No voy a dar nombres, pero todos hemos dicho alguna vez aquello de: “sí que está viejo fulanito”, “cómo se estropean los cuerpos” o “¿no le da vergüenza salir así por la tele?” ¿Tenemos que llamar a eso también “cultura”? ¿Dónde ponemos la línea que divide al friki del fenómeno cultural? Y lo que es más complicado aún: ¿Quíen decide dónde se pone esa línea?
En cualquier caso, hago un llamamiento para que los lectores no se confundan. La cultura es otra cosa. La cultura es el potaje de la abuela, la ropa con la que vestimos a los niños para ir a la feria o a la romería de turno. La cultura son también las manifestaciones religiosas, la Semana Santa, la imaginería, la pintura y la música sacra. También es cultura nuestra lengua, la forma de hablar de los pueblos, los giros dialécticos, por mucho que a alguna política fracasada le parezca lo contrario.
Es cultura nuestra historia, y la de cualquier pueblo, país, etnia o periodo. Casi todo lo que es cultura lo es precisamente porque pertenece al pueblo y no es propiedad de nadie. No se puede patentar la cultura, porque deja de ser cultura en el mismo momento en que se hace de pago. La reciente directiva europea sobre el pago por prestamo de libros en las bibliotecas públicas es un paso en esa dirección; un paso absurdo e innecesario que va en la dirección de echar a la gente fuera de las bibliotecas, de alejar al pueblo de la cultura. Me pregunto cómo van a conseguir que la gente pague también por descargar libros de Internet y los lea donde y cuando quieran.
Ahora mismo, por ejemplo, estoy escribiendo esta entrada desde un netbook, y podría estar haciéndolo en cualquier parte. Al encender por primera vez esta interesante maquinita, una de las primeras cosas que hice fue volcar en ella todos mis libros en formato electrónico (y puedo asegurar que son muchos cientos). Me pregunto quién va a venir a exigirme un pago por estos libros, por la cultura que contienen.
La cultura de verdad ha dado un salto. Ahora está más al alcance que nunca. La cultura se mueve por Internet y se guarda en discos duros, en tarjetas de memoria, en teléfonos móviles… Hoy podemos acceder al conocimiento con sólo pulsar unas teclas. En el futuro puede que llegue a considerarse a Google un invento tan trascendente como la imprenta. Mientras tanto, estos señores que pretenden monopolizar la cultura e impedir a los ciudadanos el acceso a la misma insisten en que nuestra cultura les pertenece, que tenemos que pagar por ella. Por eso se han ganado a pulso el apelativo que la comunidad internauta les ha puesto: culturetas.
Hace 3 meses
No hay comentarios:
Publicar un comentario